La Gesta de Beowulf, por J. L. Borges


Compuesta en el siglo VIII de nuestra era, la Gesta de Beowulf es el monumento épico más antiguo de las literaturas germánicas. Fue descubierto en 1705 y registrado en un catálogo de manuscritos anglosajones como epopeya de las guerras entre daneses y suecos. Esta definición errónea se debe a las dificultades del lenguaje poético; a principios del siglo XVIII había en Inglaterra eruditos capaces de comprender la prosa anglosajona, pero no de descifrar un poema, escrito en el lenguaje artificial que ya hemos considerado. 

Atraído por la mención del catálogo, un erudito danés, Thorkelín, fue a Inglaterra en 1786 para copiar el manuscrito. Veintiún años consagró a estudiarlo, a transcribirlo y a prepararlo, con una traducción latina, para la imprenta. En 1807, la escuadra inglesa atacó a Copenhague, incendió la casa de Thorkelín y destruyó el piadoso fruto de tantos años y de tantos afanes. Encarnada en hombres violentos, en hombres más afines a Beowulf que al editor de Beowulf, la pasión patriótica que había llevado a aquél a Inglaterra se volvía contra él y aniquilaba su trabajo. Thorkelín se sobrepuso a esa desventura y publicó en 1815 la edición príncipe de Beowulf. Esta edición, ahora, casi no tiene otro valor que el de una curiosidad literaria. 

Otro danés, el pastor Grundtvig, publicó en 1820 una nueva versión del poema. No había entonces diccionarios de anglosajón, no había gramáticas; Grundtvig lo aprendió a la luz de obras en prosa y del mismo Beowulf. Corrigió el texto publicado por Thorkelín y sugirió enmiendas que fueron confirmadas, después, por el manuscrito original que no llegó a ver, y que provocaron, naturalmente, la ira del viejo editor. Posteriormente, han aparecido muchas versiones alemanas e inglesas; de éstas, son dignas de mención las de Clark Hall y Earle en prosa y la de William Morris en verso. 

Excluidos algunos episodios secundarios, la Gesta de Beowulf consta de dos partes, que pueden resumirse como sigue: 

Beowulf, príncipe del linaje de los geatas, nación del sur de Suecia que algunos han identificado con los jutos y otros con los godos, llega con su gente a la corte de Hrothgar, que reina en Dinamarca. Hace doce años -doce inviernos, dice el poema- que un demonio de las ciénagas, Grendel, de forma gigantesca y humana, penetra durante las noches oscuras en la sala del rey para matar y devorar a los guerreros. Grendel es de la raza de Caín. Por obra de un encantamiento, es invulnerable a las armas. Beowulf, que en su puño tiene la fuerza de treinta hombres, promete darle muerte y lo espera, desarmado y desnudo, en la oscuridad. Los guerreros duermen; Grendel hace pedazos a uno de ellos, lo devora, huesos y todo, y bebe a grandes tragos la sangre, pero cuando quiere atacar a Beowulf, éste le agarra el brazo y no se lo suelta. Luchan, Beowulf le arranca el brazo, Grendel huye gritando a su ciénaga. Huye para morir; la enorme mano, el brazo y el hombro quedan como trofeo. Esa noche se festeja la victoria, pero la madre de Grendel -«loba del mar, mujer del mar, loba del fondo del mar»- penetra en la sala, mata a un amigo de Hrothgar y se lleva el brazo del hijo. Beowulf sigue por desfiladeros y páramos el rastro de la sangre; al fin llega a la ciénaga. En el agua estancada hay sangre caliente y serpientes y la cabeza del guerrero. Beowulf, armado, se arroja a la ciénaga y nada buena parte del día antes de tocar fondo. En una cámara submarina, sin agua y con una luz inexplicable, Beowulf combate con la bruja, la decapita con una espada monumental que pende del muro y luego decapita el cuerpo de Grendel. La sangre de Grendel quema la hoja de la espada; Beowulf resurge, al fin, de la ciénaga con la empuñadura y con la cabeza. Cuatro hombres llevan la pesada cabeza a la sala real. Así concluye la primera parte del poema. 

La segunda ocurre cincuenta años después. Beowulf es rey de los geatas; en su historia entra un dragón que merodea en las noches oscuras. Hace tres siglos que el dragón es guardián de un tesoro; un esclavo fugitivo se esconde en su caverna y se lleva un jarro de oro. El dragón se despierta, nota el robo y resuelve matar al ladrón; a ratos, baja a la caverna y la revisa bien. (Curiosa invención del poeta atribuir al azorado dragón esa inseguridad tan humana.) El dragón empieza a desolar el reino. El viejo rey va a su caverna. Ambos duramente combaten. Beowulf mata al dragón y muere envenenado por una mordedura del monstruo. Lo encierran; doce guerreros cabalgan alrededor del túmulo «y deploran su muerte, lloran al rey, repiten su elegía y celebran su nombre». 
Estos versos del Beowulf han sido comparados con el último verso de la Ilíada: 

Celebraron así los funerales de Héctor, domador de caballos.

A juzgar por el Beowulf, las ceremonias funerarias de los germanos coincidían con las de los hunos. Gibbon, en su Historia de la Declinación y Caída del Imperio Romano, describe de este modo las exequias de Atila: «Alrededor del cuerpo de su rey, cabalgaron los escuadrones; cantando una canción funeraria en memoria del héroe: glorioso en el decurso de su vida, invencible en su muerte, padre de su pueblo, azote de sus enemigos y terror del orbe.» 

Otro rito funerario figura en el Beowulf; el cadáver de un rey de Dinamarca es confiado a una nave que luego entregan al «poder del océano». Agrega el texto: «Nadie, ni quienes hablan en las asambleas, ni los héroes bajo los cielos, puede declarar con verdad quién recibió esa carga.» 

El germanista inglés W. P. Ker cuenta en la obra Epic and Romance, que Aristóteles redujo a pocas líneas los veinticuatro libros de la Odisea y observa que basta reducir a esa escala la Gesta de Beowulf para que sean evidentes sus vicios de estructura. Ker propone este resumen irónico: «Un hombre en busca de trabajo llega a casa de un rey a quien molestan las arpías y, tras de ejecutar la purificación de esa casa, vuelve con honor a su hogar. Años después, el hombre llega a rey en su tierra y mata un dragón, pero muere por obra de su veneno. Su pueblo lo llora y le da sepultura.» 

Ker observa que ninguna simplificación puede eliminar la dualidad fundamental de la historia de Beowulf. Agrega que la pelea con el dragón es un mero apéndice, y recuerda el desdeñoso juicio de Aristóteles sobre las Heracleideas, cuyos autores suponían que siendo uno el héroe, Heracles, también era una la fábula de sus doce trabajos. Escribe Ker: «Matar dragones y otros monstruos es la ocupación habitual de los héroes de los cuentos de viejas, y es difícil dar individualidad o dignidad ética a esas trivialidades. Esto ha sido logrado, sin embargo, en la Gesta de Beowulf.» 

El hecho es que la participación de un dragón en la epopeya de Beowulf parece disminuirla a nuestros ojos. Creemos en el león como realidad y como símbolo; creemos en el minotauro como símbolo, ya que no como realidad; pero el dragón es el menos afortunado de los animales fabulosos. Nos parece pueril, contamina de puerilidad las historias en que figura. Conviene no olvidar, sin embargo, que se trata de un prejuicio moderno, quizá provocado por el exceso de dragones que hay en los cuentos de hadas. Empero, en la Revelación de San Juan, se habla dos veces del «dragón, la vieja serpiente que es el Diablo y es Satanás». Análogamente, San Agustín escribe que el Diablo «es león y dragón; león por el ímpetu, dragón por la insidia». Jung observa que en el dragón están la serpiente y el pájaro, la tierra y el aire. 

Ker ha negado la unidad de la Gesta de Beowulf; para intuirla bastaría considerar al dragón, a Grendel y a la madre de Grendel símbolos o formas del mal. La historia de Beowulf sería en tal caso la de un hombre que cree haber sido vencedor en una batalla y que, después de muchos años, tiene que librarla otra vez y no es vencedor. Sería la fábula de un hombre a quien alcanza finalmente el destino y de una batalla que vuelve. Grendel, hijo remoto de Caín, sería de algún modo el dragón, «el horror manchado, la peste de la penumbra». Esa sería la unidad negada por Ker. No digo que tal es el argumento de Beowulf; digo que tal es el argumento que entrevió el poeta de Beowulf o hacia el cual escribió. 

Hay pocos argumentos posibles; uno de ellos es el del hombre que da con su destino; Beowulf sería una forma rudimentaria de ese argumento eterno. 

Por lo demás, la sangrienta fábula de Beowulf es menos importante que el contexto en que ésta se produce; advertimos, como en las epopeyas homéricas, que las hazañas de la espada y la aniquilación de los monstruos interesaban menos al poeta que la hospitalidad, la lealtad, la cortesía y los lentos discursos retóricos. El influjo de la Eneida es notorio en la famosa descripción de la ciénaga de Grendel; se conjetura que el anónimo autor era un clérigo del reino de Nortumbria, a quien estimularon parejamente la lectura latina y las tradiciones escandinavas. Como cristiano, no podía nombrar las divinidades paganas, pero tampoco habla del Redentor o de los santos. Logra así, acaso sin proponérselo, el efecto de un mundo antiguo, tan antiguo que es anterior a las mitologías y teologías. 

Unos tres mil doscientos versos integran el poema, que ha llegado casi íntegro a nuestro tiempo. Los personajes son geatas, daneses y frisios y la acción, según hemos dicho, transcurre en el continente. Ello es índice de que los diversos pueblos germánicos tenían plena conciencia de su unidad. La gente latina era designada por ellos con una palabra hostil, que en Inglaterra sirvió para los galenses (welsch) y en Alemania para los italianos y los franceses (welsch). 

El sentimiento del paisaje, tardío en otras literaturas europeas, verbigracia en la española, hace una aparición precoz en el Beowulf. 

Se ha dicho que es inadmisible comparar el Beowulf con la Ilíada, ya que ésta es un poema famoso, leído, conservado y venerado por las generaciones, y de aquél nos ha llegado una sola copia, obra de la casualidad. Quienes así razonan, alegan que el Beowulf es quizá una de tantas epopeyas anglosajonas. George Saintsbury no rechaza la posibilidad de que hayan existido tales epopeyas, pero observa que éstas ahora tienen la desventaja de no existir. 


Literaturas Germánicas Medievales (1966), Jorge Luis Borges.